domingo, 30 de diciembre de 2012

II

Julia.

Seis de la mañana. Apenas suena la alarma salto de la cama, me pongo mi licra corta, el top celeste y las tenis, salgo a correr. Respiro el aire tempranero, el sol me pega en la cara y me calienta los cachetes.

Mientras mis pies rebotan uno detrás del otro en el pavimento voy haciendo una lista mental de cosas para hacer hoy. El sudor me corre por la sien y siento el corazón bombeando. Estoy viva. El viento de Diciembre se respira frío y me refresca los pulmones.

Nueve de la mañana. Lista para empezar el día, ya salí de cinco cosas: correr, mandar dos correos que no podían esperar a la oficina, hacerme el almuerzo y la cena de hoy, pagar recibos y cancelar el tiquete del viaje. No tengo tiempo para vacaciones.

Apenas si tengo tiempo para darle de comer al gato que me espera pacientemente, la única alma que ronda mi casa por horas.

Dos de la tarde. No he tocado el almuerzo. Reuniones presenciales y virtuales, correos, llamadas, corregir errores garrafales de algún inepto del otro lado del mundo, mantener todo corriendo y en orden. Si respiro un segundo se desmorona todo. 

La Fiesta Navideña de la empresa, quieren que confirme si llevo acompañante. No me molesto en pensarlo, no llevo a nadie. Ni siquiera sé si voy.

Todas mis conversaciones son de trabajo. Todos mis contactos son de negocios. No tengo tiempo para nada más. Menos para la invitación a una birrita de mis compañeras.

Ellas tienen tiempo qué perder, sus prioridades son diferentes, ellas son diferentes, desenfocadas. Les digo que tal vez mañana. Y bueno, tal vez sí, si logro pasar el día sin tener que cubrir las ineficiencias de los demás. A lo mejor encuentro el rato. 

Los bares han cambiado mucho desde mi última cerveza. Los veo con otros nombres cuando paso frente a ellos camino a la casa. Aunque la música es igual de escandalosa y los borrachos se ven igual de jóvenes.

Su insistencia en invitarme me desconcierta, no somos amigas, agradezco el gesto pero no sabría por dónde empezar a hacer amistad con ellas. Probablemente sólo quieren ser amables. No creo que tengamos nada en común. Ellas parecen ser felices con sus vidas, sus familias y sus amigos. Yo prefiero ahorrarme el drama y las mentiras.

Diez de la noche. Por fin en la casa, mi gordo me recibe en la puerta ronroneando. Le rasco la cabeza mientras descanso leyendo El Financiero, es nuestro ratito, nuestro ritual de cariño. Su cariño es genuino, honesto.

Me ceno el almuerzo que me llevé a pasear a la oficina, como sola, mis comidas normalmente son así. Ya ni me molesta. Disfruto de la paz en mi casa, me gusta mi casa, es exactamente como a mí me gusta. Es mi hogar y a eso se respira.

Medianoche. Antes de ir a dormir hago un repaso: luces apagadas, puertas cerradas, platos limpios. No hay mensajes en la contestadora ni llamadas nuevas en el identificador, no me sorprende, reviso sólo por ritual.

Alisto el traje y los documentos para mañana. Será la blusa morada, por si mis compañeras repiten la invitación y me animo a tomarla, sería cuestión de quitarme el saco y ya.

Tengo meses diciéndome lo mismo. Bueno, mañana sí.



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